Buscando en las gavetas me encontré con unas viejas fotos que mi papá trajo consigo. Deben tener más de veinte años y todas evidencian el apogeo y decadencia de la década de los ochenta, algunas están algo amarillentas por el trajín y por el paso inexorable del tiempo, como también lo están esos recuerdos en mi mente: Gastados y a punto de desaparecer.
Afortunadamente hace mucho tiempo las máquinas de retratar hacen parte de nuestros hogares, ahora permiten hacer mayores cosas y almacenan muchas más fotografías, pero han perdido parte de su gracia al dejar de lado la sorpresa de relevar el rollo, la delicadeza del verdadero fotógrafo y el movimiento mecánico según el modelo que hacía su aparato tan particular.
Hoy los viejos recuerdos se aferran a lo que pueden para no desaparecer puesto que los nuevos recuerdos invaden sus espacios y los ponen en un rincón de la memoria donde cada vez se hace más difícil acceder. Afortunadamente mi sabio padre supo almacenar las imágenes para que volviera a vivir ese tiempo pasado que hoy parecer que fue mejor.
Es increíble que algunas de esas personas ya no estén con nosotros, más increíble aún que el tiempo no se apiade de nadie y tenga que mirar con detenimiento los rostros para encontrar los rasgos conocidos, y más fuera de serie que ni siquiera cuando fui un niño tuviera buen registro, definitivamente el que es no deja de ser.
Hoy volví a ser un niño y mientras estaba en ello me pregunté en qué momento decidimos dejar de ser felices...
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