De los Lugares Comunes

En mi anterior trabajo había un evento que cambiaba el curso de las cosas, era más o menos regular, todos entendíamos de que se trataba, unas veces más extenso que otras, generalmente aburridor y extenuante, pero al fin y al cabo un evento fuera de lo común: La descarga de los contenedores.

La última vez que lo hice, duramos hasta las cinco de la mañana para tener que presentarnos de nuevo a las ocho a trabajar, fueron cuatro bichitos de cuarenta pies y de una capacidad exagerada, tanto así que generó una crónica en este blog para despedirme de tan funesta experiencia.

Obviamente esos eran mis planes, decirle adiós a tan desagradecidas latas y seguir mi camino sin tropezarme con ellas de nuevo, por supuesto eran mis ideas individuales y lo que Dios tenía preparado para mí era otra ironía de esas que te hacen reir, llorar y rabiar al mismo tiempo.

Ahora que la Providencia Divina me permite ser un asalariado de nuevo, que me aleja de mi oficio de coima o cachifa sin derechos, que me premia con un sueldito modesto y que me genera nuevas expectativas, también me recuerda que el que manda no es uno, que las cosas son como Dios quiere; entonces decide darme muchas cucharadas de una horrible medicina y me ubica como oficina un espacio dentro de un contenedor.

Me explico mejor, en este momento escribo dentro de un contenedor de cuarente pies, acondicionado, y no de manera improvisada, como oficina; estoy en medio de cables, tubos, tornillos, fuentes, computadores y aislado del resto del mundo por una puerta metálica que sella esta lata de sardinas, menos mal no soy claustrofóbico.

Creo que es la manera más sencilla que Dios encontró para decirme que debo estar agradecido por cada paso que doy, por cada oportunidad que recibo, por cada día que vivo y por cada posibilidad de estar mejor; creo que aprendí que decir adiós nunca es suficiente, solo la muerte es definitiva.